The Amazing Race

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Hace tiempo el Sr. Mirindo me comentó que estaba enganchadísimo a un reality yanqui llamado The Amazing Race. Debo confesar que he tardado en seguir sus sabios consejos pero ahora soy una adicta total al asunto.

El tema es bastante sencillo: once parejas emprenden un viaje que es llevará a tener que superar montones de extrañas pruebas alrededor del mundo. Al final de cada jornada, la última pareja en llegar a la meta es eliminada. Las parejas normalmente están formadas por novios, mejores amigos y familiares de diversa índole. Ni que decir tiene que los que acostumbran a dar más juego son las parejas de novios con serios problemas internos que acaban por estallar en pleno viaje. ¿A quién se le ocurre ir a comprobar si has perdonado una infidelidad en plena exploración de heces de vaca en la India?

Porque con todas las temporadas que he visto, y es una conclusión a la que se podría legar sin mucha reflexión, es que las parejas que acostumbran a ganar son las mejor avenidas entre si y las que menos problemas tienes con las demás parejas. Además, no sé si es cosa de las parejas americanas, pero aún no he entendido que por un millón de dólares aguantes que tu pareja te llame maldita zorrupia asquerosa al careto mientras estás arrastrando veinte kilos de vacuno sangriento por las calles de Buenos Aires.

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El Gran Reto, como se ha llamado al programa en España, me recuerda en muchos casos al chute de adrenalina que era Drive (descanse en paz). Sin los delincuentes y sin Nathan Fillion, pero si tienen a personajes la mar de peculiares. En esta última temporada las parejas eran especialmente interesantes: había una pareja de góticos maquilladísimos, una pareja de lesbianas reverendas, un nieto y un abuelo blasfemo, una hija y un padre quien la reñía constantemente, una animadora y su novio deportista quienes mostraban su odio mutuo alrededor del globo y, mis preferidos, los novietes hippies entrañables.

La primera temporada que vi me hizo creer que todos los concursantes unos locos malditos: se insultaban cuando se adelantaban en coche, se peleaban en las colas de los aeropuertos y se pisoteaban cuando alguien se caía al suelo. Pero la última que he visto, la 12, la última que se ha emitido de hecho, me ha hecho reconciliarme con el mundo y hasta me ha hecho soltar alguna que otra largrimilla.

Y es que, ante todo, The Amazing Race es un programa emocionante. Es una hora de adrenalina a tope en la que no sabes lo que va a pasar hasta el último momento, pues por mucho vayas por delante, quizá tardas dos horas en comerte un bol entero de caviar, tu asno se niega a dar un paso más o eres incapaz de muñir un camello, así que cuando llegas a la meta, el amable Phil Keoghan te dice que estás eliminado.